El vínculo eterno

Sofía había esperado este momento con ansias. Después de meses de embarazo, finalmente tenía a su pequeña hija, Alba, en brazos. Era diminuta, con su piel suave y sus ojos llenos de curiosidad. Pero, sobre todo, era suya, una parte de su alma convertida en vida.

Cuando llegó el momento de amamantarla por primera vez, Sofía sintió una mezcla de emoción y miedo. ¿Sería capaz? ¿Sentiría Alba comodidad en sus brazos? Pero en cuanto la niña encontró su pecho y comenzó a succionar con suavidad, toda la incertidumbre se disipó.

Cada día, la lactancia se convirtió en un ritual de amor y conexión. En esos momentos, no existía el ruido del mundo exterior, solo ellas dos en un lazo inquebrantable. Los ojos de Alba se cerraban lentamente mientras bebía, su pequeña mano se aferraba a la piel de su madre como si fuera su refugio. Y Sofía, acariciando su cabello, entendía que ese instante era único.

Pasaron semanas y meses. Alba crecía, su sonrisa llenaba la casa de luz, pero la lactancia seguía siendo su espacio de calma. No solo era nutrición, sino consuelo, protección, amor puro en su forma más sencilla.

Con el tiempo, Sofía supo que este vínculo tendría que cambiar. Alba aprendería a comer otros alimentos, a independizarse poco a poco. Pero nunca olvidaría esos primeros días, donde con cada suspiro, con cada caricia, se construía un amor eterno entre madre e hija.

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