Cuando el aire oprime

Desde primera hora, el piso no solo estaba en silencio, sino que ese silencio era tenso, pegajoso, como antes de una tormenta. No era el silencio de la calma, sino uno inquietante, que hacía temblar los dedos. Incluso la tetera hervía con timidez, como si temiera romper ese frágil límite donde empezaba otra realidad. Lucía estaba en la cocina —descalza, con el pelo húmedo y una vieja camiseta gris—, sin recordar por qué había despertado a las siete. No había puesto el despertador. Simplemente abrió los ojos y supo: algo había cambiado.

Sobre la mesa había una postal. Sin sobre, entre una taza de infusión de escaramujo a medio beber y un paquete de pan tostado. Como si alguien la hubiera dejado al pasar. La letra le resultaba dolorosamente familiar —recta, pulcra, sin florituras—. La misma con la que Javier firmaba las postales en navidades: sobria, pero con un calor sutil en cada trazo.

«Lucía. Perdona. No pude más. No me busques. —J.»

No tocó la postal. Solo la miró. Minutos. Quizá una hora. Como si ese pedazo de papel fuera un umbral que, al cruzarlo, lo destruiría todo. Después encendió la radio —el locutor hablaba animadamente de los atascos en la M-30, como si nada hubiera pasado. Como si el mundo no hubiera perdido a una persona. A esa que respiraba junto a ella cada mañana.

Javier se había ido de noche. Lo supo porque no escuchó pasos, ni el portazo, ni el chirrido de la cerradura. Solo vio el perchero vacío. Su bufanda —gris, áspera— seguía colgada. Ni siquiera llevó el paraguas. El de mango de madera y detalle rojo. Lucía lo miró fijamente, como si pudiera responder preguntas para las que no había palabras.

Intentó recordar la última vez que hablaron de verdad. No de la basura o la lista del Mercadona, sino de ellos. Quizá en abril, en un banco junto al lago. Javier había susurrado: «Contigo cuesta respirar». Ella lo tomó a broma. Y quizá él se estaba despidiendo.

Al mediodía, repasó fotos viejas. Estaban los dos —en el autobús, en la sierra, en la casa del pueblo—. Ahí, su mano en su hombro. Ahí, abrazándola por la cintura y sonriendo. Antes, esas fotos la reconfortaban. Ahora solo sentía un eco frío y vacío. Ni siquiera lloró. Y eso era lo que más miedo le daba. Como si las emociones se hubieran apagado, dejando solo un vacío gris y pegajoso.

Por la tarde, llamó Dani, un amigo en común. «¿Estás bien?», preguntó. Lucía respondió: «Sí. Es que no dormí bien». Mintió sin vacilar. Sin dramatismo. Como si hubiera ensayado esa frase toda la vida. Tras colgar, se quedó en la oscuridad, escuchando el grifo gotear. Cada gota, una cuenta atrás.

Al día siguiente, fue a la estación de Atocha. Solo para quedarse junto a los andenes. Mirar a la gente. A los que se van, vuelven, se apuran, saludan, abrazan, lloran, ríen. Todos vivos. Todos con prisa. Y ella, con un silencio tenso como un cable dentro. Javier odiaba las estaciones. Decía: «Recuerdan demasiado que todo es temporal». Ni siquiera le gustaba pasar cerca. Pero fue allí, en el andén, donde Lucía entendió que él no solo había dejado el piso. Había salido de su «nosotros». Y quizá no había vuelta atrás.

Al tercer día, sacó el paraguas. Lo dejó junto a la puerta. Luego lo guardó. Y después lo volvió a poner. Como si ese paraguas fuera un ancla. Un recordatorio de que algo podía permanecer. O regresar.

Pasaron dos semanas. La postal seguía en la mesa. A veces, notaba polvo y lo soplaba, como si temiera borrar sus últimas palabras. Otras, le parecía que el papel se calentaba al acercarse. Como si en esa tinta latiera algo vivo —un resto de amor, de esperanza, o de lo que no supo escuchar entonces.

Y una mañana, llamaron. Fuerte. El cartero. Un día normal, pero los dedos le temblaban. En el recibo, el remitente: J. Mendoza.

Dentro, una carta. Y un billete. Cercanías hasta El Escorial. El papel estaba arrugado, como si hubiera estado mucho tiempo en un bolsillo. Al final, una firma:

«Si puedes —ven. Si no quieres —no te retengo. Solo dime. No sé hacerlo de otra manera. Pero aún sé esperar.»

Lucía se sentó en el pasillo, apoyada en la puerta. El suelo estaba helado. Y ese frío fue el mejor de su vida. Porque era real. Porque si dolía, aún estaba viva. No lloró. Solo se quedó allí, con los ojos cerrados. Algo se apretó en su pecho. Y aquello no era desesperación. Era una oportunidad.

A veces el amor no se va. Solo se queda en silencio. Escondido en cosas viejas, en recuerdos de olores, en un paraguas junto a la puerta, en una letra conocida. Esperando a que por fin puedas volver a respirar. Sin miedo. Sin rabia. Simplemente —respirar.

Lucía llegó hasta la última parada. Él la esperaba. Sin flores. Sin excusas. Pero con unos ojos en los que solo había una cosa: luz.

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