Padre por una Hora

**Padre por una hora**

Andrés vio por primera vez al niño junto al expositor de pan en una pequeña tienda en las afueras de Toledo. El chiquillo no miraba las barras ni los bollos, sino que clavaba la vista en el fondo de las estanterías, como si esperara que de allí surgiera alguien importante. Alguien que llevaba mucho tiempo sin llegar. O quizá que jamás había existido. El niño era delgado, con un plumero viejo y gastado, de cuyo puño asomaba un descosido. Llevaba zapatos demasiado grandes, con calcetines grises asomando por la punta. Su gorra estaba torcida, y los guantes, estirados, como si hubieran pasado por varias generaciones. Las mejillas, rojas por el frío; los labios, agrietados.

Su mirada no era infantil. No suplicaba ni pedía. Era la de un adulto que ha visto demasiado: directa, pesada, con una desconfianza madura. Como si ya lo hubiera entendido todo y ahora solo observara, sin esperanzas.

Andrés cogió una barra de pan y pasó de largo. Pero, tras unos pasos, se volvió. El niño seguía inmóvil, pegado al suelo de baldosas, como si creyera que, si no se movía, al final alguien llegaría. Algo cambiaría.

Le recordaba a alguien. Más tarde, Andrés lo entendió: se parecía a un chico del orfanato donde había sido voluntario años atrás. Aquel también miraba así, como si el alma observara en silencio, sin pedir ni creer.

Diez minutos después, coincidieron en la caja. El niño llevaba dos caramelos, sin bolsa ni carrito. La cajera le dijo algo —probablemente que no le alcanzaba el dinero—, y él, sin protestar, dejó uno y pagó por el otro. Todo con calma, precisión, un gesto adulto. Como si supiera que no se puede tener todo a la vez. Acostumbrado a elegir entre lo necesario y lo posible.

Entonces, Andrés dio un paso al frente.

—Oye, ¿quieres que te compre algo? Pan, yogur, quizá leche… No te preocupes, no hay trampa.

El niño lo miró directamente, sereno. Con la mirada de quien está cansado de engaños.

—¿Por qué? —preguntó.

No había desconfianza, solo la certeza de que nada es gratis.

Andrés dudó. No porque no supiera qué decir, sino porque la respuesta era demasiado complicada.

—Porque puedo. Porque… a mí también me ayudaron una vez.

El niño guardó silencio. Luego asintió lentamente:

—Vale. Un poco de patatas cocidas. Y una salchicha. Una sola. Sin mostaza. Sabe a cosa de mayores.

Tras pagar, salieron a la calle. Andrés le alargó la bolsa, intentando que el gesto pareciera natural.

—¿Dónde vives?

—Cerca. Pero ahora no quiero ir. Mi madre está durmiendo. Se cansa. A veces duerme mucho. Prefiero sentarme en el banco. Desde allí veo a la gente. Es más tranquilo.

Se sentaron en un banco frío, junto a la parada del autobús. El niño comía despacio, sujetando la salchicha con ambas manos. Masticaba con cuidado, como si no quisiera que se terminara demasiado pronto. No comía como un niño, sino como un adulto agradecido en silencio.

—Me llamo Adrián. ¿Y tú?

—Andrés.

—¿Podrías… ser mi padre por una hora? Sin promesas. Solo sentarte aquí, como si todo estuviera bien. Como si yo tuviera a alguien.

Andrés asintió. Algo se encogió dentro de él. No esperaba eso, pero no podía negarse.

—Claro.

—Entonces, dime que me ponga la gorra. Y regáñame por el cole. Mi madre lo hacía… cuando no estaba durmiendo.

Andrés sonrió, un poco forzado al principio, pero luego con sinceridad.

—Adrián, ¿dónde está tu gorra? ¿Quieres pillar un resfriado? Y la chaqueta, ¿por qué no la abrochas? ¿Qué tal en el cole?

—Matemáticas, un suficiente. Pero en comportamiento, un sobresaliente. Ayudé a una abuela a cruzar la calle. Se me cayó su bolsa, pero lo recogí todo. Ella dijo que lo importante es intentarlo.

—Muy bien. Pero ponte la gorra. Tú eres único. Hay que cuidarse.

Adrián sonrió, tranquilo, maduro. Terminó la salchicha, se limpió las manos con un pañuelo y lo tiró a la papelera. Luego miró a Andrés.

—Gracias. No eres como los demás. No das pena ni consejos. Es como si… todo estuviera bien.

—Si mañana vuelvo, ¿vendrás?

—No lo sé. Quizá mi madre tenga un mal día. O quizá sí. Me acuerdo de ti. Tus ojos no mienten.

Se levantó, se despidió y se fue. No se volvió, como quienes saben que nadie los sigue. Caminaba ligero pero con cierta tensión interna, como si guardara todo el calor dentro, temiendo que se esfumara al contacto con el aire.

Andrés se quedó un momento, observando. Quiso llamarlo, pero no se atrevió.

Al día siguiente, volvió. Y al otro. Y a la semana siguiente. Aunque nevara o hiciera frío. No iba a esperar. Iba porque lo había prometido, aunque fuera sin palabras.

Adrián no aparecía siempre. A veces sí, a veces no. Andrés se sentaba en el mismo banco, fingiendo leer. Pero cada vez que el niño aparecía —en su figura delgada, su paso pausado, su manera de mirar al suelo— algo se aflojaba en su pecho. Como si se derritiera lo que llevaba años congelado.

Una tarde, Adrián llegó con dos vasos de té. De plástico, envueltos en una servilleta.

—Hoy has sido mi padre. Ahora yo soy tu hijo. ¿Vale?

Andrés solo asintió. No encontró palabras. Tenía un nudo en la garganta.

A veces, basta una hora. Para creer que alguien te necesita. Y que no todo está perdido.

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