Cuando la Divinidad Llega Sin Aviso

Ocurrió una fría noche de invierno en un pequeño pueblo cerca de Salamanca. Mi marido había salido para su turno de noche, y yo me quedé en casa con nuestro hijo de dos años, Diego. El niño no quería dormirse, se revolvía en la cama y me pedía jugar un poco más. Cansada de insistir, decidí dejarlo un rato y fui a la cocina para prepararme una tila.

Apenas había sacado la taza cuando oí un llanto desgarrador desde la habitación. Corrí como alma que lleva el diablo. Diego estaba en medio de la habitación, temblando, con el rostro rojo de tanto llorar y toser sin parar.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Dónde te duele? —Me arrodillé frente a él, abrazándolo con desesperación. No respondía, solo lloraba más fuerte mientras la tos se hacía cada vez más intensa.

De pronto, un pensamiento me heló la sangre: ¿habría tragado algo? Intenté abrirle la boca, pero apretaba los dientes con fuerza. No sabía qué hacer. Solo tenía veinte años, era casi una niña criando a otro niño. Las manos me temblaban, el corazón parecía querer salirse del pecho. Le supliqué, le grité, pero nada funcionaba. Diego se ahogaba, jadeaba como un pez fuera del agua.

Agarré el teléfono fijo y marqué el 112. Nada. Ni tono, ni voz al otro lado, solo silencio. Lo intenté una y otra vez, pero la línea estaba muerta. No teníamos móviles; con el sueldo de mi marido y la ayuda familiar, apenas llegábamos a fin de mes. Me derrumbé de rodillas, abrazando a mi hijo, llorando como nunca antes. Era como si el cielo se partiera dentro de mí. Solo una frase golpeaba mi mente: “Dios mío, por favor, ayúdame…”

No era atea, pero tampoco podía llamarme devota. Había entrado en una iglesia una vez en mi vida, de pequeña, con mi abuela. No sabía rezar. Pero en ese momento, empecé a hablar con Dios, simplemente, de corazón. Le rogaba que alguien salvara a mi niño.

Entonces… llamaron a la puerta.

Salí disparada como si me hubieran pinchado. En el fondo, esperaba que fuera mi marido, que hubiera vuelto por algo. Pero en el umbral había un hombre completamente desconocido, de unos treinta años. Intentó hablar, pero al verme la cara, se quedó callado.

—¿Qué ocurre? —preguntó, mirándome con preocupación.

Como en trance, le conté todo desde la puerta, sin pensar en invitarlo a pasar ni en disimular mi desesperación. Él me escuchó en silencio, luego me apartó suavemente y entró en la habitación. Yo me quedé paralizada, sin poder moverme, mientras él se agachaba frente a Diego, le hablaba con calma… Y ocurrió el milagro. Mi hijo se calmó, la respiración se volvió más serena, la tos cesó. Luego, el hombre se giró hacia mí, abrió la mano y mostró un pequeño objeto negro:

—Una cuenta de collar.

Lo supe al instante. Una semana antes, con prisa por salir, se me había roto el hilo de mi collar favorito. Recogí casi todas las cuentas… casi. Una, al parecer, había caído en manos de mi hijo.

El hombre se llamaba Javier. Era médico de urgencias pediátricas. Esa noche, su coche se había averiado justo frente a nuestro portal. Sin móvil a mano, decidió llamar desde el primer piso que encontrara. En aquel entonces no había portero automático, los portales estaban abiertos, y nuestro piso era el más cercano a la escalera.

Y no, al final no pudo hacer esa llamada. Más tarde supimos que una avería había dejado sin línea telefónica todo el barrio. Pero cuando Javier, después de que yo casi le obligara a tomar un café, volvió a su coche, el motor arrancó al primer intento. Sin explicación.

Desde entonces, estoy segura de que no fue casualidad. Fue una respuesta. Fue ayuda enviada desde arriba. Ahora voy a misa, enciendo velas por la salud del siervo de Dios Javier, y cada vez que miro a mi hijo, recuerdo cómo, una vez, Dios entró en nuestra casa. No bajó del cielo, no se abrió paso entre las nubes. Simplemente llamó a la puerta.

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